domingo, 6 de mayo de 2012

Fantasía e incoherencia.

Estás llegando, tus pasos te dirigen poco a poco y con una lentitud similar al aleteo de un colibrí al lugar en el que tu corazón desea estar. Escuchas como las gotas de lluvia golpean en tu paraguas, produciendo un sonido único, y aumentando el ritmo conforme las nubes descargan sobre la ciudad. El agua que inunda el suelo moja tus pies sin piedad, sin importarle el frío que cala en tus pies, penetrando por los poros de tu piel y llegando a tus huesos. Te acercas y levantas la mano para tocar la verja antes del cristal que forma la puerta.; esa verja de color negro con textura rugosa y que tantas veces has sentido bajo tus dedos. Sacas la llave, de color dorado, y la encajas en la cerradura, haciéndola girar hacia la derecha con rapidez y mientras tiemblan tus manos. Empujas el pomo con mucho esfuerzo, utilizando tus últimas reservas de energía en ese movimiento. Entras, y dejas tras de ti un mundo en el que no queda ni un espacio seco al aire libre. Y entonces te derrumbas. Las piernas te fallan, no pueden soportar el peso de tu cuerpo y el de las lágrimas que recorren tu cara sin parar y te caes. Te arrastras hasta que las frías y duras losetas te paran, dejando que los sollozos desgarren tu garganta produciendo un eco ensordecedor en el portal en el que te encuentras. Sientes la necesidad de chillar, gritas para decirlo todo y que alguien te escuche por fin, pero en lugar de eso, te encoges sobre ti misma y entierras la cabeza entre tus rodillas. A través de tu mente pasa un torrente de pensamientos que llega al corazón por medio de las venas convertido en sentimientos. Y allí se convierten en dolor. El tiempo corre. Pueden llegar a pasar horas hasta que, sin llegar a decidirlo del todo y más bien por instinto, te levantas y te diriges a casa. Vas, pero sin ir; piensas, sin pensar y entras sin saber. En cuanto llegas a tu habitación, ese lugar en el que tantos momentos has pasado, te tumbas en la cama y ahí te quedas, con las marcas de haber estado llorando todavía en tus mejillas y los ojos rojos. No quieres que te vea nadie, quieres ocultarte en tu propio universo y dejar que toda la realidad desaparezca tras una nube de falsa e inventada felicidad. Te sumerges en tu propio paraíso y desconectas de todo lo que se esconde tras tu ventana, por la cual solo entra la luz de las farolas de la calle y el sonido del repiqueteo de la lluvia. Y allí, en un silencio ensordecedor y una oscuridad muy clara, tus labios se curvan en una pequeña sonrisa en la que todo lo malo desaparece y lo bueno se transporta más allá de los sueños y la fantasía.

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